19 julio 2007

Mario Vargas Llosa - Los jefes y los cachorros


Los jefes
En el libro de cuentos Los jefes, 1959, escrito cuando contaba apenas veintitrés años, en una de las narraciones titulada “El hermano menor” la versión del drama sexual es muy simplista: “—He dicho la verdad —rugió Leonor; miraba alternativamente a los hermanos—. Ese día le ordené que me dejara sola y no quiso. Fui hasta el río y él detrás de mí. Ni siquiera podía bañarme tranquila. Se quedaba parado, mirándome torcido, como los animales. Entonces vine y les conté eso” (p. 163). Reincide en un discurso elemental en otro cuento, “Un visitante”. Dice: “—¡Qué mujer tan terrible, sí señor! —repite—. Se hace la desmayada y me está espiando con un ojo. ¡Usted no tiene cura, señora Merceditas!” (p. 173).
En estos dos relatos describe escenas eróticas limitadas a lo físico que prima sobre lo psíquico y social. Leonor, en el primero, refiere que el sujeto que la acosaba la miraba “como los animales”. En el segundo, “Un visitante”, el deseo queda circunscrito a la mirada. Aunque la mirada puede y ha dado pábulo a intensas representaciones sensuales, acá se queda en lo meramente fisiológico. El descargo de lo restringido del desarrollo sexual en estos cuentos estaría, no sólo en la juventud del escritor, sino también en la época, la década de los años 50. El novelista y la misma sociedad no contaban con información y el debate académico sobre la materia no estaba extendido ni en el Perú ni en el mundo.



Los cachorros
En la que para algunos es una novela corta, Los cachorros, 1967, en la treintena de su vida, está ya claro desde el principio lo que iba a ser una constante en su obra de ficción y también en sus ensayos: con la limitación en el tratamiento del impulso genésico y sus elaboraciones psicológicas y sociales.
Las repercusiones de la emasculación del personaje Cuellar son dramatizadas en párrafos como los siguientes: “¿le daba cólera, Pichulita?, ¿por qué en vez de picarse no se conseguía una hembrita y paraba de fregar?, y él ¿se chupetearon?, tosiendo y escupiendo como un borracho, ¿hasta atorarse? taconeando, ¿les levantaron la falda, les metimos el dedito?” (p. 31). Continúa, “Desde entonces, Cuellar se iba solo a la matiné los domingos y días feriados —lo veíamos en la oscuridad de la platea, sentadito en las filas de atrás, encendiendo pucho tras pucho, espiando a la disimulada a las parejas que tiraban plan—”, (ps. 32-33).
El personaje, Cuellar, víctima de la pérdida de los genitales, es presentado con sentimientos simples, cólera, envidia de no experimentar él mismo las sensaciones placenteras de los tocamientos físicos. Pero ¿qué hay de su visión de sí mismo, dada su condición de mutilado? ¿Qué de su vida futura, pareja, familia, amor? El escritor escoge quedarse en las vivencias secundarias de Cuellar.





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